LAS TRES MUJERES A LAS QUE AMÉ
A lo largo de los años he vivido el amor de muchas formas diferentes. Aunque siempre con dudas. En general. He vivido toda mi vida con dudas. A veces, pienso con arrepentimiento por qué no he podido contarle a todas las personas que he amado, en secreto, que les he amado.
Ya no vivo en la casa donde me crié. Menos mal. Con cincuenta años nadie querría seguir viviendo bajo el mismo techo en el que una escondía su forma de ser. Siempre rodeada de dudas. Dudas a las que nunca encontraba una lógica sencilla. Podría decir que me arrepiento de vivir con esas indecisiones, que a veces aún conservo a día de hoy, pero... En el fondo, sé que he aprendido a convivir con ellas. Más bien, ellas han aprendido a convivir conmigo.
Recuerdo la primera mujer que me llamó la atención. Yo apenas tenía catorce años. Ella probablemente unos treinta. Yo, que aún a día de hoy no entiendo el amor. Con catorce años ni lo conocía. Creo que mi cariño hacia esa profesora se resumía en hacer los deberes de la forma más perfecta posible, sacar la máxima nota en sus exámenes y, en general, esforzarme para así poder recibir una felicitación de su parte, que, aunque ella no lo sabía, me reconfortaba lo suficiente como para que el colegio me empezase a gustar. Con ella empecé a amar la literatura. Nunca la sintaxis. ¿Acaso alguien puede amar la sintaxis por mucho que se enamore de su profesora? Creo que la respuesta es: no. En el fondo considero que tampoco amaba la literatura, pero, la forma en la que esa profesora hablaba sobre todos esos escritores, hacía que me interesara.
Cada día que pasaba, cada semana, los martes y los jueves se convertían más y más en mis días favoritos. Un día, a finales de curso, recuerdo haberle preguntado qué era lo que ella había estudiado para ser profesora. Mientras soltaba una carcajada, mis nervios y vergüenza se podían notar a kilómetros de distancia. Me convertí en uno de esos niños pequeños que se esconden detrás de las piernas de su madre cada vez que alguien les pregunta algo, con la única diferencia de que yo sentía que me acababa de tirar por una montaña rusa y que solo iba hacia abajo. Y supongo que así es el amor, la atracción, el gustar. Puro nerviosismo y vergüenza.
Nunca más supe de esa profesora. Tampoco recuerdo su voz ni su cara. Simplemente que llevaba gafas y que a los demás compañeros no le gustaba porque era demasiado... ¿exigente?
Hasta transcurrido un tiempo no supe que lo que me estaba pasando era que empezaba a conocer lo que era el amar de una manera diferente a la que puedes querer a un hermano o una madre. También averigüé que me podían gustar o atraer las mujeres, algo que nunca me había planteado, pero, que de una forma u otra me asustó desde un primer momento.
Dos años después, accidentalmente, me fijé en una amiga. Era muy guapa. Bueno. Es muy guapa. A día de hoy sigue siendo mi amiga. Creo que si le hubiera dicho “me gustas”. Nuestra relación sería diferente o, quizás a día de hoy no existiría. Pero no lo sé. A nuestros 50 años de edad sigo sin saberlo. Sin embargo, sí que sabe la historia sobre la profesora que me gustaba cuando estaba en EGB. Me parece curiosa la forma en la que no nos importa confesarle a la gente sentimientos que hemos tenido sobre otras personas. En cambio, nos resulta demasiado complicado, incluso nos da miedo, confersarles los sentimientos que hemos tenido hacia ellos mismos. Sé que es normal, pero me gustaría que fuera más sencillo, al menos no me arrepentiría de tener tantos secretos en el amor. Y, probablemente, me sentiría más tranquila conmigo misma.
Cuando estaba empezando la carrera – no, finalmente no decidí estudiar literatura – me volví a fijar en una profesora. Nunca me llegó a dar clase, pero la veía por los pasillos y, desde el primer día en que la vi, decidí que tenía que saber cómo era su nombre y cuáles eran sus apellidos. He de decir que esta vez ya no apunté su nombre en una libreta, como sí hice en EGB. Aún así lo recuerdo. Cuando descubrí cómo se llamaba decidí buscarla en un libro, muy grande, que había en la secretaría de la facultad. Ese libro era como la Biblia: contenía desde las materias de cualquier carrera hasta los nombres de cualquier alumno, profesor o conserje. Ahí pude ver qué clases impartía. Para mi sorpresa, parecía interesante. Sin decírselo a nadie, comencé a ir a sus clases, así que me tenía que saltar las mías, pero ningún compañero se extrañaba, en mi carrera apenas nadie acudía presencialmente.
El final más esperado sería que yo acabase hablando con esa mujer. Nunca lo hice. Nunca lo hice.
Ahora, hace apenas unos minutos, estaba sentada con mi hija en el salón viendo una serie, donde un hombre obsesivo intenta enamorar a las mujeres que le atraen conociendo todo de ellas sin que estas se enteren. No tengo ni idea de quién es el actor que la protagoniza. Nunca me he interesado por actores, actrices o cine en general. Algo que mi hija sí y no sé de dónde lo ha sacado. Lo cierto está en que me he sentido como el protagonista de esa historia: una auténtica psicópata, guardando las distancias, con esa profesora. Espero que nunca se diera cuenta al igual que espero que mi amiga no supiera que estaba “colgada” de ella hasta las entrañas y que aquella profesora de EGB solo pensara que era una alumna estupenda en todas las materias.
La verdad es que me gustaría haberlo confesado alguna vez en mi vida y es por eso que deseo que a mi hija no le pase lo mismo que a mí. Deseo que se enamore libremente. Sin importar el sexo. Que sea feliz con las personas que escoja a lo largo de su vida. Y espero que aunque llore, sé que llorará, nunca sea de arrepentimiento por no haber sido capaz de confesar sus sentimientos hacia la gente que ama.
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