CASTILLOS DE ARENA




Todos los veranos, desde que mis padres se habían separado, mi madre y yo, íbamos a la playa. 

Nada más llegar julio, mis padres me preguntaban qué mes quería ir con cada uno. Como yo no aguantaba la idea de estar sin mi madre, siempre escogía pasar el mes más largo con ella. No quería dejarla sola. Pese a eso, cuando llegaba el mes de estar juntas, no podía imaginarme la idea de que mi padre estuviera solo. Aunque eran meses muy felices para mí, el desconocimiento de cómo estaba el otro cuando yo no estaba ahí me provocaba una tristeza que nunca supe describir. 

La playa, a mi madre y a mí, nos encantaba. Nos teletransportaba a momentos de paz, creábamos nuestros recuerdos y disfrutábamos.

De camino a la playa, yo siempre cruzaba los dedos, mi deseo era que no hubiera mucho oleaje... Si no, no podría meterme en el agua. Mi madre, en cambio, nunca deseaba mucho. Se abstraía de todo escuchando música a todo volumen y cantándola. Yo la miraba conducir por el espejo retrovisor del interior y me fijaba en su sonrisa, llena de felicidad, la cual recordaría cuando estuviera con mi padre. Intentaba quedarme con la imagen más feliz de los dos para no estar triste cuando no les viera. 

Nada más bajar del vehículo, cogíamos la gran bolsa de las toallas, la sombrilla y todo mi colorido arsenal de juguetes, el cual estaba repartido por todo el maletero. Como no entraba nada más en la bolsa de las toallas y siempre nos olvidábamos de coger otra mochila, los guardaba entre mis brazos y procuraba no perder ninguno por el camino. El acceso no era sencillo, así que, para que no perdiera ningún juguete o para que no me tropezara, la concentración lo era todo. Mi madre se había inventado un juego, cada juguete caído, cada tropiezo, era una vida menos. Como en los videojuegos a los que jugaba en casa, donde cada jugador tenía un número de vidas. Me aterrorizaba la muerte, aunque mi madre siempre me dijera que no me moriría, que solo era un juego, así que iba lo más concentrada que podía. No era fácil. Pero siempre lo lograba. Aunque a veces solo me quedase una vida. 

Al terminar ese terrible camino, aunque también divertido por su complejidad, yo salía disparada hacia el mar. La primera vez que hice eso, mi madre casi se desmaya del susto. Echó a correr detrás mía, como si algo terrible fuera a suceder. Yo, desde mi desconocimiento de que algo malo podría pasarme, me quedé desconcertada y solo me salía reir, tras mirar cómo mi madre había tirado al suelo la sombrilla y la bolsa, sin parecer importarle nada. Pero, ahora, siendo madre, sé que no era que nada le importara. Todo le importaba, ese todo era yo. Cuando mi madre vio que lo único que yo quería era tocar el agua, me abrazó con tanta fuerza que tuve que pedirle que me soltase, por favor. Lo mismo haría yo si mi hijo hiciera eso hoy en día.

Supongo que parte de la felicidad de un niño es vivir sin saber que algo malo puede pasar en cuestión de segundos. Supongo que cuando más vives la vida, en el sentido más puro, es cuando tienes esa capacidad de creer que puedes alcanzar cualquier cosa, sin temer a nada, ni al desconocimiento de la propia. Los ojos de mi hijo aún conservan esa pureza. Desearía que no desapareciera.

Me gustaban mucho las tardes en la playa donde echarse crema de sol o no bañarse inmediatamente después de comer, estaba a la orden del día. Me gustaba mucho correr, gritar y dar vueltas en la arena después de salir del agua. Parecía una croqueta de las que hacía mi abuela. Pero, lo que más me gustaba era hacer castillos de arena.

Mi madre, por otra parte, prefería leer, descansar, verme correr... Y hacer castillos de arena. Nuestra actividad favorita, sin lugar a dudas. Tras tomar unos chaskis y de llenar otra vez mi cuerpo de ese bálsamo blanco pegajoso, hacíamos castillos de arena. Yo no fui capaz de hacer un un castillo de arena hasta alcanzar los once años. Siempre se derrumbaban nada más volcar el cubo en la arena. Por ello, nos dividíamos las tareas. Mi madre hacía los castillos mientras que yo reunía todas mis fuerzas en hacer pasadizos secretos y decorar el alto de cada castillo con conchas. Cuando ya teníamos creada una cantidad de castillos decente, cogíamos nuestras cosas y volvíamos a casa. Nunca esperábamos a que subiera la marea. No queríamos ver como se llevaba por delante todo nuestro trabajo. 

Había veces que no me apetecía hacer castillos, pero la obsesión de mi madre por ellos era más grande que la de cualquier niño que haya conocido. Nunca había entendido muy bien por qué ella se empeñaba más que yo en hacerlos. A veces yo solo quería jugar a la pelota, correr, jugar a las palas... Pero siempre acababa haciendo castillos con ella. 

Cuando realicé mi primer castillo, sin que la arena acabara teniendo forma de puré, mi madre cogió su cámara de fotos, la cual siempre llevaba colgando de su cuerpo, y me hizo una fotografía. Es cierto que nunca había visto ninguna de esas fotos que sacaba con la cámara. Incluso esa vez era la primera que le veía sacar una foto. Pensaba que nunca la usaba. A veces le preguntaba si usaba la cámara. Ella esquivaba la pregunta o me decía que solo cuando yo no estaba. No entendía para qué quería una cámara si la usaba solo cuando yo no estaba para verlo. De todas formas, me olvidé pronto de eso. Estaba demasiado feliz por haber creado mi primer castillo. 

Desde la hace unos años no viajo a España con frecuencia. La última vez fue cuando me casé. Hablo con mi madre bastante pero por teléfono. Tanto a ella y a mí nos da mucha pena que aún no haya podido visitar a mi hijo, el cual nació hace apenas un año y medio. También hace poco que comprendí para qué mi madre usaba la cámara. Cuando me casé me regaló un paquete bastante pesado. Ni siquiera sabía que podía ser. Cuando lo abrí, no estaba con ella. Me lo había enviado. Vi que era un álbum de fotos, pensaba que de fotos mías de pequeña, pero no. Todas las fotos eran de castillos, no de arena, castillos de verdad. Resulta que, cuando yo estaba con mi padre, ella recorría de punta a punta todos los castillos que podía, le recordaban a cuando estaba conmigo. Ella hacía lo mismo que yo cuando no estaba con ella, recordar algo que le hiciera feliz del otro. En mi caso, su sonrisa al conducir hacia la playa. En su caso, los castillos que compartíamos juntas. Al final del álbum estaba mi foto, con once años, mi primer castillo. Nuestros castillos de arena.
















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