Desde mi cama

 

El temprano frío de las mañanas acecha tras la ventana, empañada, e intenta hacerse un hueco entre mis sábanas, aún calientes, indicando que pronto será la hora de despertar. En una hora amanecerá, yo estaré sentada sobre un banco de aluminio, helado. No sé a quién se le ocurrió que sería buena idea utilizar un metal tan frío. Hace que la espera del autobús sea más lenta. A veces miro ese banco, lo juzgo con mi mirada y pienso por qué no serás de madera. La respuesta es bien clara, si fuera de madera aún estaría húmedo por el rocío de la mañana. Así que, me acomodo como bien puedo, me pongo los guantes y, mientras leo un libro, deseo que el bus acuda a salvarme de este infierno llamado invierno lo antes posible. Pero, como todos los días desde el 29 de noviembre, dos meses exactamente, el bus se hace derogar. La huelga de autobuseros castiga a todos lo que esperanzados, aún mantienen la creencia de que esta mañana no se quedarán tirados como la anterior. Me rindo ante la paciencia de todos. Ellos esperarían a ese vehículo horas, aún sin tener certeza de si serán recogidos o quedarán en tierra. Ese vehículo no tiene compasión, pienso. No tiene compasión del frío, del tiempo, es ignorante de todo ello. Y nosotros, ignorantes de no protestar como antaño hacíamos. Ignorantes de acomodarnos y no replicar. 


Cerca de mi casa hay dos marquesinas. Si salgo a las nueve menos veinticinco, voy a la del cajero. Está a la izquierda. Si salgo a las nueve menos veinte o menos cuarto me decido por la de la derecha, bautizada como “la que está donde el contenedor” o “la de la casa de la Primi”. Escoger a veces se hace más complicado de lo que parece. Si no tengo ganas de hacerme eco de conversaciones ajenas, voy a la parada del contenedor. No suele haber nadie a esa hora. Sin embargo, en la del cajero ocurre lo contrario. 


Esa parada está presidida por Chenoa. Un bebé. Llora. Ríe. Pero sobretodo, llora. Sin cesar. Crea alboroto con su madre, la cual no deja de observar el panel donde se puede consultar el tiempo que queda para que el próximo autobús aparezca. Normalmente, nunca funcionan. Hace 10 años era mejor, decía una señora hace una semana. No había paneles. No había apepés de esas donde te ponen cuánto tiempo queda para que el bus pase. Su nieto, que albergaba, por su físico, unos cuantos años más que Chenoa, le preguntaba que cómo hacía entonces. Su abuela se llevó las manos a la cabeza. Hoy en día… Pues a ver, Carlitos, tu te venías aquí, mirabas ese panel que tiene las horas escritas y sabías a qué hora pasaba. Además, todos ya sabíamos que a y 10 y a y 40 eran las horas del bus. Pero ahora, con tanta tecnología, tanto saber todo al momento… Antes funcionaba todo mejor. Miré a su nieto, Carlitos, que miraba asombrado el panel con las horas escritas, que ya apenas se dejaban ver. El sol lo deshace poco a poco con su luz. Me dio lástima. Que todo desapareciera, mudara. Aunque también sentí ternura, por Carlitos, que mantuvo los ojos abiertos como platos mientras leía en alto. Doce y diez. Plaza de la Estrella. Avenida de Madrid, nú - me - rrrrr- cincenta y tres. Y su abuela, mientras, la señora Elisa, le corregía. Cincuenta, cincuenta. 


Entre Chenoa, su madre; Carlitos y su abuela, el espectáculo de las mañanas estaba asegurado en la parada del cajero. 


El llanto de Chenoa creaba corrillo entre todas las señoras. Cómo llora esta niña. Y su madre, sin saber cómo cesar el llanto, le ofrecía juguetes. Pero el bus no pasaba y Chenoa cada vez lloraba más. Nadie daba crédito. Hasta la señora Carmen, que nunca dice nada, comentó admirada. Menudos pulmones tiene esta chiquilla. Y acompañó su frase con un cariño, que por supuesto, Chenoa rechazó, lo que provocó que el llanto sonara más fuerte. 


Después de treinta minutos yo ya llegaba tarde a trabajar. Pero no me sentía mal. No como mi primer día. Que estaba avergonzada de mi impuntualidad. Pero no pasó nada. Alegría la mía y la de la señora Lola que me preguntaba si me echarían bronca. Estaba ella más preocupada por mi retraso que por haberse olvidado la mascarilla en casa. Luego, días más tarde, me enteré de que nunca llevaba la mascarilla. A las señoras no les gustaba eso. Un día, dos se quejaban. Mira, esta señora, nunca lleva mascarilla… Y la otra, aún más indignada le respondía. Le da igual todo. No es normal. Y la señora Lola, que ahora lleva audífonos y aún escucha algo, no se enteró. Normal, pensé. Esto no es un bus, es un gallinero. Todo el mundo gritando, hablando alto, que si mira el caballo que compramos la semana pasada, que si mi nieto ya empezó a andar o que qué es de tu hermana, si sigue viviendo aquí o ya no. 


Si no eres del barrio, como todas las personas que bajan del aeropuerto. Los que más suerte tienen. Es la primera parada, nunca se la juegan a quedarse sin sitio. Si no perteneces aquí, se nota. Pero se nota y se sabe, ya no por la maleta, si no por qué la señora Lola se encargará de que todos nos enteremos de dónde vienes y a qué vienes. Ella lo sabe todo, y si no lo sabe, hará por saberlo. 


Si Chenoa preside la parada de autobús, la señora Lola preside el propio autobús. Con sus risas. Entre las dos hacen un dúo excepcional. En cuanto el bus arranca, Chenoa no llora pero la señora Lola comienza a hablar y a reírse. Pero nada más parar, Chenoa de la forma más sólida comienza a llorar, sin miedo a nada. Y la señora Lola, la mira, callada, como si en sus ojos se viera reflejada. Como si ella hubiera llorado lo mismo. Como si recordara por un breve momento, un miedo, un temor, que había conseguido olvidar. 


El bus volvió a arrancar. Pulsé el botón de la parada. Me bajé, dejando atrás a Chenoa, a la señora Lola, a Carlitos, a su abuela y a todas las personas que, con suerte, acompañaré en sus cotidianas aventuras el resto de amaneceres. 

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